“Te mereces todo cuanto te
está pasando. No vales nada y te mereces que tu novio haya muerto. Y te mereces
que te hayan violado. A ver si así te das cuenta de lo patética que eres y de
lo que haces. No eres la buena persona que te piensas, eres mala y la gente
sólo te utiliza. Te mereces todo el sufrimiento que tienes y más”. Esas fueron
las crueles palabras que salieron de Gael, el hermano de Ariadna y las cuales
no paraban de repetirse una y otra vez ahora en su mente. Ella no comprendía
nada. No entendía por qué su hermano mayor, ese al que en el fondo tanto
apreciaba, le había escupido tanto veneno sin haber hecho nada para recibirlo.
No podía dejar de pensar
en aquello, en el momento en el que aquellas sanguinarias palabras habían
llegado hasta sus oídos. Le había dolido. No sólo le hizo daño por el
significado que aquello tenía, sino por todos los dolorosos recuerdos que con
ello habían regresado. Las imágenes de aquellos dos sucesos mencionados no
dejaban de aparecer una y otra vez. Ariadna volvía a vivir aquellos momentos
cada vez que volvían a su cabeza. Volvía al momento en el que un mensaje en su
teléfono móvil le anunciaba que su novio, aquel al que tantos años había estado
unida, había muerto. Volvía a sentir todo el dolor de aquel instante, las
visitas al tanatorio, el entierro, las visitas a su tumba envuelta en llantos,
la desesperación por volver a tenerle una vez más… Y cuando aquel recuerdo parecía acabarse, otro
empezaba. Ariadna recordaba la mañana en la que iba a comprar el pan, feliz porque
su padre al regresar a casa la llevaría a una fiesta histórica. Recordaba el
momento en el que al pasar por el callejón alguien la cogió, la inmovilizó y le
puso una navaja al cuello. Recordaba las amenazas, el frío de la afilada hoja
de la navaja, el caliente aliento de aquel que la retenía. La joven volvió a
vivir aquella violación, volvió a sentir como la desnudaban y como abusaban de
ella sin poder hacer nada. Cada recuerdo, cada imagen en su cabeza era como
revivir el pasado y todo aquello había sido provocado por las palabras que Gael
le había dicho.
La joven no podía dejar de
llorar, las lágrimas cada vez eran más y mojaban su rostro triste y dolorido.
Su respiración fue siendo cada vez más acelerada, le costaba respirar con
normalidad. Un fuerte dolor en el pecho comenzó a surgir y con él los llantos
aumentaron. Sufría. Sufría una y otra vez reviviendo en su mente aquellos
momentos. Sufría pensando que tal vez su hermano tuviese razón y creyendo que
todo aquello se lo merecía, que era el castigo de la vida por algo que había
hecho mal. Aquellas palabras la habían envenenado y ahora estaba viviendo los
efectos de aquel veneno escupido por su alguien de su propia sangre.
Pensamientos horribles
empezaron a nacer en la mente de Ariadna. Pensamientos que ya habían estado en
ella en varias ocasiones. Una vez más comenzó a pensar que quitarse la vida
sería lo correcto y sabía que esta vez nada lo impediría. En anteriores
ocasiones su hermano la había salvado y había evitado que sus intentos de
suicidio tuviesen éxito. Pero ahora sabía que Gael ya no lo impediría. Si
realmente pensaba todo cuanto le había dicho la dejaría morir, la dejaría
sufrir. Ella pensaba que aquello sería lo correcto. Debía quitarse la vida o
eso creía.
Entre llantos y dolor
cogió unas tijeras de un bote metálico que había sobre el escritorio de su
dormitorio. Se sentó en la cama con las tijeras cogidas con ambas manos. Las
sostuvo ante ella agarrándolas con fuerza. Comenzó a llorar con mayor
intensidad. Miró al techo y en voz alta dijo: “Cariño, me reuniré contigo”.
Tras finalizar la frase, Ariadna con un fuerte golpe seco se clavó las tijeras
en el estómago. Gritó. La sangre comenzó a impregnar su vestido verde. Soltó
las tijeras que quedaron clavadas en ella y calló sobre la cama. Agonizó.
Lloró. Balbuceó. Jadeó. Incluso intentó pronunciar alguna palabra, pero la
sangre salía con rapidez y en poco tiempo la muchacha perdió el conocimiento.
Más tarde, perdió la vida.
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