lunes, 27 de septiembre de 2010

Cárcel Psiquíatrica

Ángela acababa de encontrar su primer trabajo. Llevaba un mes fuera de la universidad, ya era una psicóloga con título. Ahora tenía que ganar experiencia en el terreno.
Llegó su primer día de trabajo y su novio, Breogan, decidió que la llevaría. Iban en el coche y entonces  él paró. Ángela observaba asombrada aquel edificio tan grande. Se despidió del chico y bajó del coche. Caminó hasta la puerta principal, la abrió y entró. Contempló el lugar. Al pasar aquella puerta había un enorme parking y jardines. “Aquí debe de ser donde dejan sus coches los empleados”, pensó. Caminó por aquella amplia zona hasta llegar a las escaleras que llevaban a la entrada del edificio. En el primer escalón se paró. Miró hacía arriba y leyó lo que ponía en el cartel colocado en la fachada. “Cárcel psiquiátrica, espero que no me suceda nada”, se dijo a sí misma. Subió los siete escalones que quedaban y se adentró en el edificio.
-          Tú debes de ser la nueva celadora, ¿verdad? – le dijo una voz femenina desde una mesa que había en el lado derecho de la entrada.
Ángela asintió con la cabeza y se acercó a la mesa. Ante ella se encontraba una joven muchacha con el pelo largo de color rubí, con la piel oscura, los ojos verdes y una figura alta y delgada. La joven volvió a hablar.
-          Mi nombre es Claudia y te acompañaré en tu primer día de trabajo. Hoy te enseñaré como funcionan aquí las cosas y a partir de mañana harás el turno de noche sola. Acompáñame. Te enseñaré donde está tu taquilla y te daré tu uniforme de trabajo. –
Claudia comenzó a caminar por un largo pasillo. Ángela la siguió sin emitir sonido alguno. Caminaron durante un largo período de tiempo por un largo y estrecho pasillo. A los lados había enormes habitaciones de cristal cerradas con llave y con gente dentro. “Deben de ser los presos”, dedujo Ángela. En ese mismo momento, ambas chicas se pararon. Ángela observó que se habían detenido ante una puerta y que Claudia había sacado unas llaves para poder entrar. Se adentraron en la habitación. Un cuarto en el que las paredes no eran de cristal y en el que había cientos de taquillas.
-          Tu taquilla es la número trece. Dentro encontrarás tu uniforme. Aquí tienes la llave de la taquilla y la llave de la puerta. Cámbiate. Y después te daré el resto de llaves. Te espero fuera e… ¿cuál es tu nombre? –
-          Ángela. –
-          Pues Ángela, cámbiate. Te espero fuera. –
Claudia salió de la habitación y cerró la puerta. Dentro, Ángela había dejado su mochila en el suelo y se disponía a abrir su taquilla con la llave que acababa de recibir. Metió la llave en la cerradura, la giró y se abrió. Cogió el uniforme blanco que había dentro y se cambió. A continuación metió su ropa y su mochila en la taquilla. Cerró la puertecita metálica y giró la llave que todavía se encontraba en la cerradura. Sacó la llave y la observó. Estaba puesta en una pequeña anilla junto con la llave que abría la puerta de aquella habitación. “No puedo perderlas”, pensó. Se llevó las manos al cuello y desabrochó la cadena que llevaba. Colocó en ella la anilla que contenía aquellas dos llaves y volvió a colgarse la cadena. Salió del cuarto. Fuera estaba Claudia, la cual cerró con llave la puerta. Mientras tanto, Ángela observó que junto a la joven había un carro metálico. En él había bolsas de sangre, carpetas, un pedazo de carne, llaves y jeringuillas.
-          Claudia, ¿para qué es todo lo que hay en el carro? –
-          Las llaves son las que abren todas las habitaciones del edificio. En las carpetas tienes todos los informes de los presos. Así sabrás que inyección tienes que ponerles o que pastillas deben tomar. –
-          ¿Y la carne y la sangre? –
-          Son para dos de nuestros pacientes. Esas llaves y las carpetas ahora son tuyas. Guárdalas bien. Ahora acompáñame. –
Claudia agarró el pequeño carro y comenzó a caminar mientras lo empujaba. Detrás de ella caminaba Ángela. Al cabo de un rato se detuvieron.
-          Ángela, ahora vas a ver como es el trato con los dos pacientes más peligrosos que aquí hay. Estate atenta a todo. –
Ángela asintió y observó con total atención cada uno de los movimientos de Claudia. La joven cogió el pedazo de carne y una de las bolsas de sangre. Abrió la puerta y entró en una amplia habitación de cristal en la que se encontraban dos chicos. Claudia se acercó a ellos y les dio el pedazo de carne la bolsa de sangre, pero ninguno de los chicos parecía interesados por aquellos objetos. La chica salió de la habitación y se aseguró de cerrar bien la puerta.
-          Así es como se hace. Lee los informes y te será fácil. –
-          No parecen peligrosos. –
-          Las apariencias engañan. Bien. Tu tarjeta de identificación está en la carpeta que está por encima. Colócatela en el uniforme. Ahora ve a la mesa  de la entrada y lee los informes. El turno de noche es tranquilo. Yo me voy que me toca el turno de tarde. Mucha suerte, Ángela. –
Claudia se fue y Ángela se quedó  sola ante aquella habitación de cristal. Observó a los chicos que encontraban dentro. “No parecen unos psicópatas”, pensó. Agarró el carrito y comenzó a caminar, pero antes miró el número de la habitación.
Caminó hasta llegar a la mesa de la entrada. Se sentó en una silla y colocó las carpetas y el montón de llaves sobre la mesa. Abrió la primera carpeta, cogió la tarjeta de identificación y la colocó en su uniforme. Luego comenzó a leer los informes.
El sol salió. Ya eran las nueve de la mañana y el turno de Ángela había finalizado. La joven estaba se estaba cambiando y recogiendo todo lo que había en su taquilla. Metió las carpetas y el manojo de llaves en su mochila. Dejó su uniforme en la taquilla, la cerró y se fue. Se dirigió a la puerta principal donde le esperaba Breogan en el coche. Ángela subió al vehículo y ambos se fueron a casa.
Una vez tranquilos en su casa y desayunando, Breogan decidió preguntarle a su novia cómo le había ido.
-          Cielo, ¿qué tal en el trabajo? –
-          Muy bien. He conocido a una de las chicas del turno de tarde, se llama Claudia. Es muy simpática. Los presos son bastante tranquilos, al menos por ahora. Hay dos que me han llamado la atención. –
-          ¿Sí? ¿Por qué? –
-          Pues porque son los dos presos más peligrosos, pero parecen inofensivos. Están en la habitación trescientos trece. Uno de ellos es caníbal y el otro se cree un vampiro. –
-          Aunque parezcan inofensivos debes tener cuidado. –
-          Lo tendré. Me voy a dormir. –
El tiempo pasó y Ángela ya estaba de nuevo en la entrada de la cárcel psiquiátrica. Su segundo día de trabajo acababa de comenzar. Entró en el edificio y miró hacia la derecha esperando ver a Claudia allí, pero no estaba. Ángela se dirigió a la habitación de las taquillas y se preparó para comenzar su turno. Preparó el carro y recorrió el pasillo. Fue habitación por habitación dándole a cada preso lo que necesitaba. Llegó a la celda trescientos trece y se detuvo. “No puede ser”, dijo en alto con voz temblorosa. La puerta estaba abierta. Dentro había dos cuerpos en el suelo. Eran Claudia y el preso que se creía un vampiro. A ambos cuerpos les faltaban pedazos, como si alguien se los hubiese comido. Ángela corrió asustada por el pasillo. Tenía que salir de allí y llamar a la policía.
Llegó a la puerta principal  allí le esperaba el preso huido. Estaba de pie, con la boca empapada en sangre. La miró con ira. Ángela se quedó paralizada por el temor. El fugitivo se abalanzó sobre ella y le mordió el cuello. Tan fuerte se clavaron aquellos dientes empapados en sangre que la joven murió al instante. El preso comenzó a comerse el cuello de la chica hasta que la cabeza se le quedó en la mano. Dejó el cuerpo en el suelo y comenzó a vagar por el edificio con la cabeza de su víctima en la mano.
Breogan aguardaba impaciente en su coche. Ángela se retrasaba una hora. El joven decidió entrar en el lugar. Entró en el edificio y la primera imagen que vio fue tétrica. En el suelo se encontraba el cuerpo de su novia sin cabeza. Antes de que pudiese huir, algo le había mordido un brazo. Se escapó como pudo y observó a un chico joven que sostenía algo en una de sus manos. Era la cabeza de Ángela. Breogan echó a corre por el pasillo hasta llegar a una puerta abierta. Entró en la habitación trescientos trece y del suelo cogió una jeringuilla. Salió de allí y corrió hasta el asesino. Forcejeó con él y le clavó la aguja. Se desplomó. Breogan huyó y llamó a la policía.

Escrito por: Paloma García Villar
Vigo (Pontevedra)

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